Sunday, June 24, 2007

Bling, bling



Tres temas nunca fueron habituales en mi casa: futbol, cine mexicano de la época de oro y anillo de compromiso (ni porque soy hija única y, en teoría, mi boda debía ser EL acontecimiento). De hecho, me atrevería a asegurar que mi madre no tuvo uno, pues no recuerdo ninguna anécdota al respecto. Si a eso sumamos que hace años opté por usar las menos joyas posibles, es lógico que el hecho de llevar un anillo de compromiso no rondara mi cabeza sino hasta hace muy poco, cuando Arnulfo me dijo que, aunque espontáneamente habíamos decidido casarnos, él quería darme uno, por ser una bonita tradición. No hice mayor aspaviento: no sabía qué decir. Sabía que el dármelo no implicaba una pedida de mano; no era algo que quisiéramos. Pero no ocurría lo mismo en este caso.
Desde entonces, el asunto fue ‘madurando’, digamos, en mi inconsciente, y me explotó cual granada de mano una mañana camino al trabajo, cuando Arnulfo me contó que le había tocado un buen reparto de utilidades. Emocionada, una parte de mí se escuchó diciendo: ‘¡Entonces ya puedes comprar mi anillo!’. Me reí, un poco nerviosa. No podía creer lo que había dicho. Arnulfo me sonrió, sin decir nada. Supuse que ya había considerado el tema y no se habló más al respecto, hasta que semanas depués, una curiosidad tremebunda (cual niña en vísperas de Navidad) me llevó a preguntarle, sin más ni más, si ya lo había comprado, si ya iba a dármelo, si… tantas cosas. Me respondió con un no tras otro, inmutable, con una de esas sonrisas ‘arnulfescas’ que no dan el más mínimo indicio de nada.
Me resigné a esperar, pero no paré de sentir una especie de corto circuito extendido: me emocionaba que Arnulfo estuviera buscando un anillo para mí. Me aterraba que no supiera cuál me gustaría. Me emocionaba que estuviera pronto a dármelo, que ya lo hubiera comprado. Me aterraba que no fuera a quedarme. Me emocionaba que estuviera planeando cómo dármelo. Por esas fechas fuimos a Tepoztlán para definir asuntos de la fiesta; me parecía una oportunidad perfecta, pero el día pasó como si nada. ‘Yo y mi gran bocota’, pensé.
Un lunes, cuando ya mi expectación estaba bajo control, me salió con que tenía antojo de fondue. Un antojo sospechoso para un lunes después de trabajo, si no fuera porque solemos organizar cenas por el estilo para ver Lost y Grey´s Anatomy. Llegué a casa y él ya estaba. Antes de abrir la puerta me punzó el estómago: ‘¿y si me lo da hoy? pensé. ‘No, no creo’. Ver todo listo para cenar, botella de vino incluida, no me permitió descartar por completo mi presentimiento, pero luego de cenar, brindar, ver tele y recoger el tinglado, era obvio que todo el asunto se había debido a un simple antojo, y nada más. Me preparaba para dormir, limpiándome la cara, de espaldas a Arnulfo, cuando lo escuché decirme: ‘Quería que cenáramos y brindáramos para darte esto’. Juro que antes de voltear pensé que iba a salirme con cualquier cosa menos con un anillo (¡lo logró!). Volteé y en una cajita estaba el más lindo y femenino que he tenido en toda mi vida. Quedé en shock. Sólo pude sonreír, extender mi dedo, observar cómo lo ponía y abrazarlo. Abrazarlo fuerte y, al mismo tiempo, mirar fijamente mi mano con el anillo puesto para terminar de creerlo (que no les extrañe cacharme haciendo lo mismo).
Ha pasado una semana desde que mi dedo anular izquierdo tiene inquilino. Y lo admito: sigo en shock, aunque no tanto como hace unos días, cuando no fui capaz de llegar a gritarlo en la oficina ni presumirlo abiertamente en la comida, cuando mis amigas y compañeras parecían más emocionadas que yo, cuando no pude cacarear cual gallina cómo me lo dio. Lo que sí he podido hacer es sentirme como una niña aprendiendo a caminar, llena de alegría y entusiasmo. No por el diamante ni por el oro con que el anillo está hecho, sino por haberme aventurado a descubrir y apreciar los significados de las tradiciones. Por estarme permitiendo disfrutar una etapa que no estaba en mis planes. M

Tuesday, June 19, 2007

La redencion


Sí, ya lo sé. Muchos piensan que hice trampa con la liga en la boda de mi primo Manolo, pero como expliqué, yo no tuve nada que ver con esa conspiración. Al contrario, yo me considero la víctima que sin saberlo ni temerlo, de repente salió de la multitud con el preciado augurio en la mano.

Y es que, para las mujeres que nunca han estado en una ceremonia de la liga, les puedo decir que no es divertido estar parado entre desconocidos que sólo se empujan tratando de demostrar que pueden ser machos alfa. En ese momento, en realidad el significado de la liga pasa a un segundo plano pues lo importante no es ganar el amuleto para ser el próximo en casarse, sino ganárselo a todos los demás.

El asunto es que la liga de mi primo no la gané con todas las de la ley y esa mezcla de orgullo y terquedad por demostrarle a Moni que sí me quiero casar, no me dejaba en paz.

Entonces vino la oportunidad de redimirme. Un par de meses después se casó mi prima Laura con Horacio y como es tradición, también hubo una ceremonia de la liga. En esta ocasión, y aunque generalmente no me gusta estar entre los jalones y empujones, me paré en el centro de la pista, con la convicción de arrebatarle a quien sea ese pequeño pedazo de tela y poder decir por fin que la liga era mía.

Después de las fintas obligatorias, Horacio aventó la liga de espaldas y para no hacer más larga la historia, me gané el derecho a ser el próximo de esa fiesta en casarse.

Lo curioso es que en la aventada del ramo, donde todas las mujeres se pelean por el mismo derecho, Moni también se lo ganó. A

Sunday, June 10, 2007

La 3a es la vencida



¡Lo encontré!, le dije todavía incrédula a Arnulfo, vía celular, desde el probador de la tienda en la que di con el que será mi vestido de novia. Lejos de los kilos y kilos de shantug, tul, satén y seda de las boutiques tradicionales, y sin la compañía de tías, abuelas y hasta el perico que me hubieran aturdido, lo encontré en solitario, en una tienda que no es de novias. Y es que, para una grynch como yo, dar con el vestido ideal prometía ser un calvario. Odio los modelos hampones, pesados, con incrustaciones hasta la conciencia y mil 800 botoncitos imposibles de abrochar. Pienso en ellos y me imagino convertida en una tiesa muñequita de pastel. Pero también me choca que los modelos confeccionados en manta siempre me quedan cual tienda de campaña. Aunque, cuando empecé a hojear revistas, me sentí entusiasta. Si existían propuestas como las de Vera Wang (en mi opinión, alta costura hippie chic), tenía esperanza.

Me llevé una gran sorpresa cuando, por casualidad, entré a una tienda y me topé con un vestido que entraba en los parámetros que había trazado en mi cabeza. Quizá era un muchito más elaborado de lo necesario, pero la emoción de una búsqueda dulce y corta, sumada al entusiasmo de quien me atendía, me animó a probármelo. Sin embargo, la cosa era demasiado buena para ser verdad: más allá del precio estratosférico, ¡no me cerraba! Cierto que últimamente he sido benévola con mi ‘orillita de pizza’, pero, siendo objetiva, no es nada que amerite alimentarme a base de lechuga de aquí a la boda. Aunque eso no fue lo que pensó la H. dependienta, pues se atrevió a sugerirme que me sometiera a sesiones de mesoterapia con tal de que me quedara, porque no había otra talla (no exagero). No le dije nada. Estaba demasiado concentrada, lidiando con la emoción-desilusión de tener puesto un vestido que me gustaba pero no me quedaba. Por supuesto, lo dejé, pero me llevé algo de esperanza y, con ésta en mente, visité un par de boutiques de novia una semana después. Craso error. Entre señoritas muy poco solícitas para ayudarme a encontrar lo que buscaba y vestidos ‘sencillos’ de más de tres ceros y capas y capas de tela, deserté la búsqueda con sendo dolor de cabeza y malhumorada (¿habrá sido porque siempre olvidaba aclarar que yo era la novia? ¿o porque en lugar de la actitud ‘Barbie Novia’ sólo me sale la Pinky Brewster que soy?).

Total, pasado el mal trago, un par de domingos después me animé a realizar el tercer scouting. Aunque ahora, el objetivo no era aterrorizar con mis peticiones ‘descabelladas’ a las boutiques de novia, sino recorrer una que otra tienda común y corriente (bueno, ni tan comunes y corrientes, porque fui a Antara). Originalmente le había pedido a mi madre que me acompañara, pero ambas amanecimos con flojera y abortamos el plan, vía telefónica. Luego, la dichosa flojera se desvaneció y decidí lanzarme sola. Si no encontraba nada, de menos me orearía un poco. Eran casi las 12 del día y la plaza estaba en la calma previa a la muchedumbre… Una tienda, dos tiendas, tres tiendas y, colgado de un gancho, entre puras prendas blancas, estaba un vestido largo y muy sencillo. Lo tomé y lo vi con recelo. Podría ser lo que estaba buscando, pero no quería emocionarme tan rápido. Lo colgué, di una vuelta por la tienda, volví a tomarlo y decidí probármelo. Me invadió el pesimismo: no me va a quedar, me dije. Pero ahí estaba yo, dejándolo caer de mi cabeza a los pies en el probador. Cuando finalmente llegó al suelo, me vi al espejo y dije: ¡éste es! M

Toda historia tiene un comienzo


¿Qué edad puede tener uno antes de salir de la universidad? Creo que yo tenía 22 años cuando me nació la necesidad de buscarme mi propio espacio y dejar la seguridad del hogar familiar para echarme un clavado a la 'realidad' y vivir por mi cuenta. Era obvio que yo solo no podía, así que una tarde, echando el cafecito con Chacho (mi amigo desde la secundaria), Ramón (mi amigo desde la universidad) y Moni (con quien no llevaba ni 1 año de novios), les planteé mi plan de salirme de mi casa al terminar la universidad, esperando que alguno se animara a compartir la renta conmigo, y cuál fue la sorpresa que quien se animó fue Moni.

Después de buscar departamentos, justo el día que Moni y yo cumplimos 1 año de novios, nos mudamos a la Roma, donde vivimos 3 años y, antes de darnos cuenta, ya estábamos comprando un departamento en la Narvarte. Ahora puedo decir que es raro tener que aprender a compartir un espacio que muchos años consideras privado, como tu cuarto (además de otras tantas cosas que tienes que aprender a punta de madrazos). Era curioso cómo la mayoría de la gente que nos conoce nos tenía como el prototipo de pareja perfecta.

Para no hacer la historia larga, después de una serie de eventos tristes, vino la rara historia de amor. Todo empezó en la boda de mi primo Manolo y su ahora esposa, Paola (a los que agradezco que se casaran), ya que, de repente, después de una ceremonia muy emotiva y a la mitad de una fiesta muy divertida, Moni se me queda viendo a los ojos y me dice: "Sí me caso contigo". Lo curioso fue que en el rito donde el novio le quita la liga a la novia y la lanza para ver quién sigue en la lista del bodorrio, Octavio (mi cuñado), con Miguel y el Pimpón (dos amigos) hizo un complot para cacharla, y antes de que me diera cuenta, yo estaba sobre sus hombros, con la liga en la mano. Cuando digo que es curioso, es porque nadie sabía que Moni y yo nos acabábamos de comprometer.

De la boda me emocionan muchas cosas, como platicar con Moni sobre el tema de la fiesta o sobre su vestido, pero, sobre todo, me emociona pensar que por fin encontré a la mujer con la que estoy dispuesto a compartir más de una vida. A

Saturday, June 9, 2007

Si, acepto





Siempre soñé con salir de mi casa a una edad temprana, pero no precisamente vestida de blanco. La gran fiesta, el vestido de cola enorme, los cientos de invitados, el pastel kilométrico... nunca formaron parte de mis fantasías. Mi sueño era tener un departamento propio y las libertades que ello conllevaba. Y lo cumplí. Dejé mi 'nido' a los 22 años, para compartir casa con alguien que podía o no, convertirse en la persona con la cual construir un proyecto de vida: Arnulfo. Rompí los esquemas de mi familia (particularmente los de mi madre), no sólo porque había decidido no casarme, ni siquiera por el civil, sino porque durante al menos un año cada uno tuvo su propio cuarto. Pero el tiempo fue acomodando la relación y, cuando menos nos dimos cuenta, ya estábamos comprando un departamento. En la práctica, era como casarnos, pero sin el trámite social al que entonces me remitía una boda. Así lo quiero, me dije. Nunca faltó quien me preguntara si, algún día, pensaba al menos firmar el dichoso papelito. Algún día, era mi respuesta (regularmente acompañada de una sonrisita estilo qué bien joden).

Luego, vino la ruptura. Una ruptura que nadie se esperaba. Mucho menos yo. Había dejado que muchas cosas se interpusieran entre nosotros. Había permitido que cayéramos en una desastrosa rutina. Pero unos meses separados bastaron para darme cuenta que no todo estaba terminado, que Arnulfo era la persona con la que amaba compartir mi vida, la persona que sacaba lo más neto de mí, la persona que me hacía feliz. Bastó una boda emotiva (gracias Pao y Manolo!) para que fuera a mí a quien se le rompieron los esquemas: dije sí, quiero casarme con este hombre (a mi manera, claro está). Quiero festejarlo en grande, quiero ser (algo) cursi y compartir con mi familia y amigos lo feliz que soy. Fue entonces cuando asumí que, organizar una boda, era una forma de acercarnos todavía más, de recuperar lo que parecía perdido, de permitirme explorar nuevas facetas, pero, sobre todo, celebrar el haber encontrado a la persona con la que quiero estar en un hoy duradero. M